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ISSN 1989-4163

NUMERO 71 - MARZO 2016

Viñeta Rosa

Edgard Cardoza

 

     

Benedicto Lorenzini Mezzomo, in memoriam

Las seis de la mañana. Canta el gallo. El surco de la vida alza los brazos. Se están despabilando en este instante las garzas, tordos, chotacabras, en las brisadas ramas del mezquite. El limonero suelta su apacible dotación de gallinas rumbo a la zanja de agua que pronto empezará a regar la siembra. Azul claro sobre verde canela, el horizonte. El camino levanta su polvo de viaje –maletín de tiempo que va directo al alma- y no piensa regresar si no es conmigo en la memoria de este amanecer. Cada claro de día es la huella fugaz del tiempo niño y mi cuerpo el sendero en dilución.

    El caporal del rancho entra al establo. Todos los signos se concentran en él porque trae en sus ojos el conjuro que hará que el engranaje empiece a andar. Van entrando los peones entumidos por el rocío de la noche apenas ida, por la mañana en vías de fulgor. Las vacas mugen ya pidiendo ordeña y estrenan sus miradas taciturnas en el hombre curtido por el polvo y los vientos del camino, que con pasos de goma se aproxima a palmearles las ubres, y fundará los ríos necesarios para que de un estero pantanoso aparezca la tierra prometida que mana leche y miel.

    La imagen de un lejano tractor atraviesa las ondas pastoriles y cruza el punto donde la línea azul-verde-canela se comió el horizonte... Se ven venir por la ringlera de abedules –bordeando la ensenada de la noria- un par de jovencitas que sonríen al mar de la mañana y confirman el cuento de que hay –también- sirenas matutinas agitando mareas de terrón, que bajan de la noche a estas playas de oro firme a colgar las espigas en las cañas de trigo. Difícil es saber si es más plena la mañana, o el sol que va subiendo de los cerros, o la franca sonrisa de las niñas-sirenas.

    A esta hora, en ‘la casona grande’ se esconden los fantasmas de diez generaciones, calla la cantaleta de los setenta y cinco años de la tía soltera que de noche padece caminatas de insomnio; su jornada de sueño empieza ya: afirma que el jolgorio del día es su sedante, pues de noche el silencio no la deja dormir... Lo cierto, es que mientras todos abren la mirada para ofrendar al sol los frutos de la tierra, la tía Mari ejecuta el trabajo más arduo: cierra los ojos y su semilla virgen ahuyenta los gnomos que rondan la labor y con su sueño filtra los cuajos de impureza de toda la familia.

    En la orilla derecha del galpón (donde duermen las trocas y aperos de labranza) un perro labrador se despereza y va directo a husmear el calcañar del dueño, que surge de los muros de ‘la casona grande’. Desde su adusto semblante de trabajo, el hombre –de ochenta y varios años que pasan por setenta- contempla el campo verde y el chorro de la noria... Se llena los pulmones de aquella conjunción, aspira la mañana, y siente que eso es Dios.

    Hemos llegado ya a este lugar enorme que resguarda un portón desvencijado, al que los lugareños denominan ‘la troje’. Al husmear en su entraña asoma un verdadero mercado de alimentos capaz de sostener a diez familias de aquí a la eternidad, jugando con las más variadas formas de la geometría: frente a mí un redondel de calabazas aguarda solazado las fechas de noviembre a la espera de sus brujas propicias; más allá un desigual rectángulo amarillo ofrece su nutrido acertijo para el rulé de los malquerientes que yo pudiera tener: erectas zanahorias; a mi izquierda la enorme pirámide de frutos recién aterrizados de la milpa, portento de los dioses: el maíz... Tejocotes en celo. Castos chiles. Papayas adorables. Melones que adivinan un canto de palomas, pronto ya...

    Justo bajo la sombra del anciano laurel –vigía de los caminos de antes, fronda del peregrino de hoy- se observa el refectorio que apacigua el hambre de los peones: un óvalo de piedras de regular tamaño emergen de la tierra para rendir su culto a esa rústica hornilla de tabiques. El fuego está encendido. El eco del compartir amable de las viandas sencillas, las risas de aquellos seres, su candor, es lo que hace lograda la cosecha.

    Ya se está diluyendo la mañana. En el lindero norte fluye agónico el río que alguna vez fue inundación: también aquí hay fantasmas que se velan al despuntar el sol.

    Estoy cruzando el puente que separa lo vano del milagro...

    Porque durante el día el fantasma soy yo.      

 

 

 

Viñeta rosa

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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